Me llamo Pauline, soy francesa y vivo en Medellín, Colombia.
Cuando mi hijo menor, Baptiste, cumplió un año, me di cuenta de algo. En su cumpleaños, con nuestros amigos alrededor, algo no estaba bien. Yo fingía, pretendía que todo iba a salir bien, pero mis dudas eran cada vez más fuertes. Me iba a trabajar y no reaccionaba. Volvía… y no reaccionaba. No me miraba. No se sentaba. Y tenía 11 meses. Ya había notado varias veces que era diferente, pero todos me decían: “Es cuestión de tiempo”, “No tiene nada…”
Yo sí veía cositas. Mi esposo también.
Y fue a partir de noviembre de 2021 que decidimos empezar nuestra cruzada. No pensábamos que iba a ser una cruzada, de hecho. Una cita nos llevaba a otra… y a otra… y a otra. Fuimos a ver a todos los médicos de Medellín. Nos dijeron de todo. Yo estaba obsesionada con encontrar un diagnóstico, el que fuera. A veces veía rasgos de autismo, otras no. Llegamos a un punto tan crítico que deseábamos que fuera solo autismo. Porque habíamos visto opciones más aterradoras: enfermedades degenerativas, diagnósticos con esperanza de vida limitada. Durante un tiempo, un análisis genético mostró una alteración en el gen SHANK3. Eso podía significar algo muy grave: el síndrome de Phelan-McDermid. Después nos dijeron que no. Que tanto él como yo lo teníamos inactivo.
Una médica, con un enfoque integral (kinestesia, experiencia personal como madre de un niño con TEA), me dijo:
“No busques tanto. Tiene autismo. Estoy segura.”
Recuerdo haberme sentado en mi carro, en su parqueadero, perdida. Con rabia. Con tristeza. Con todo. Y siempre con la duda. No quería ser una de esas mamás en negación — que, por cierto, me encontré muchas. Pero sigo creyendo que esa médica se equivocó. Me lo dijo tan fuerte solo para que dejara de buscar. Fue muy arriesgado. Creo que todavía no la perdono.
Empezamos terapias. Y ahí llegó otro golpe. Ver a otros niños en la misma sala de espera me hacía pensar:
“¿Será igual de jodido?”
Suena feo decirlo. Pero así me sentía.
Baptiste no durmió casi durante tres años. Cada noche me despertaba dos, tres veces. Le daba mil vueltas a todo: su no-diagnóstico, el papel de la mamá, del papá, el peso de lo clínico, lo terapéutico…
¡Una cruzada, les dije!
Un año después, un excelente neurólogo y otras terapeutas nos dijeron:
“Eso no es autismo. Para nada.”
No imaginaba que iba a ser tan difícil. Ni tan largo.
Pero algo era claro: Baptiste avanzaba.
No sabíamos — y aún no sabemos — si recuperará todo el retraso, si será “como los demás”… Pero encontramos algo. Y eso da ánimo.
Se puede mejorar. Se puede tratar. A veces, se puede curar. Raramente…